Ícono de Múzquiz: Don Lupe Villarreal ‘el señor de las carretas’

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Un hombre de otro tiempo que ha rescatado catorce carretas antiguas formando una colección única y cuya casa es un museo vivo. Él se llama a sí mismo un guardián de la historia

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/ 12 marzo 2025

La luz lo envuelve. Lo delata. Lo perfila. Un sol entumido cae sobre Palaú, pero él no se mueve. El abrigo negro hasta las rodillas; las botas firmes y lustradas sobre la tierra; el ala ancha del sombrero proyecta un corte preciso de sombra sobre su rostro.

Se ve imponente, como un vaquero antiguo, como sacado de otro tiempo, no parece real. Su barba prominente y blanca es la sombra de sus 71 años. Es Guadalupe Villarreal. Don Lupe, para los amigos.

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Todavía no ha dicho nada. Todavía no nos hemos visto a la cara y esto lo sabrá hasta que lea su historia en estas páginas, pero creo que es así como se ve el ocaso de la furia.

Ya me lo había dicho él mismo por teléfono, que nació en la época incorrecta, que lo creen loco por coleccionar carretas viejas, que su obsesión por el pasado no es normal porque tiene su casa hecha un museo viviente.

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Nació en La Cuchilla, un ejido de Múzquiz fundado en 1923, a quince minutos de la cabecera municipal. Creció entre el ganado, las cosechas y, por supuesto, las carretas.

Desde chiquillo las manejaba porque era lo que se usaba, dice con la naturalidad de quien ha vivido con las riendas en las manos. Pero el destino lo llevó lejos. Estudió ingeniería de minas. Emigró a Estados Unidos en 1978 con la idea de ahorrar dinero y volver.

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—Me iba a comprar una camioneta y regresarme— dice, casi burlándose de su ingenuidad.

La vida tenía otros planes. Se casó. Tuvo hijos. Trabajó duro. Pero la nostalgia nunca dejó de llamarlo.

—Uno se va, pero el pueblo nunca se te va del todo— confiesa.

Fue esa nostalgia la que lo llevó a buscar carretas. No por coleccionismo o capricho. Sino porque alguien tenía que salvar lo que estaba por desaparecer.

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La primera la encontró en Palaú, olvidada en la casa de un herrero fallecido. La viuda se negó a venderla, pero su hijo, que era amigo de Don Lupe, le pidió un poco de tiempo.

—No, no, no te vayas. Espérame, voy a hablar con mi mamá —le dijo.

Y así comenzó todo.

Después vino otra. Y otra. Ha manejado 21 horas seguidas hasta Tennessee por una carreta que lo esperaba. Se ha metido en sótanos oscuros, en galpones polvorientos, en casas donde el tiempo se estancó, persiguiendo la promesa de una rueda, de un tablón con historia. Ha rechazado ofertas, dinero que para él no pesa lo suficiente como para vender su pasado.

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Las carretas no solo han sido su obsesión, sino también su entrada a un mundo donde la tradición sigue viva. Con frecuencia participa en cabalgatas y monta campamentos en donde las carretas vuelven a rodar.

En Sabinas lo invitan a las festividades donde jinetes cruzan el pueblo, y él lleva sus carretas como testigos de una historia que se niega a quedar en el olvido. Los niños se suben, los ancianos las tocan con respeto, los más jóvenes le preguntan si de verdad aún pueden usarse.

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No solo las colecciona. Las revive. Entiende su mecánica, su estructura, su historia. Sabe que las ruedas llevan una ligera inclinación de tres grados para absorber los golpes del camino. Con el tiempo aprendió carpintería, herrería, talabartería. Lo descubrió a prueba y error.

—Uno va agarrando mañas —dice con su risa ronca.

Pero lo que más lo ha conmovido no son las carretas en sí, sino los pequeños objetos que el tiempo intentó borrar. Como la campana lechera de su abuelo.

—Recordaba su sonido, claro como un eco de la infancia, pero la había dado por perdida —cuenta.

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Hasta que un día, sentado en el patio de su viejo hogar, la vio oxidada y semienterrada entre los mezquites.

—Fue como volver a la infancia —dice con una sonrisa casi secreta.

Los objetos que colecciona habitan en su casa. La parte de la cochera se extiende desde la entrada hasta un cobertizo a unos 20 metros al fondo.

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A un costado, en un pórtico extendido hay un estrecho pasillo flanqueado por esas reliquias que ha ido encontrando o comprando o que le han regalado. Una máquina de coser Singer; refacciones de las carretas; una garrafa de nieve artesanal de esas con un cubo de metal al centro y rodeadas de madera con la leyenda “FRE-ZEE-ZEE”; antiguos bidones de leche; lámparas de petróleo; cráneos de ganado.

Un parpadeo cualquiera, y en verdad se transporta uno a otra época.

En la fachada de su casa en Palaú, un mural vibrante ilustra su pasión. Un letrero sobresale entre el verde y el polvo: “DON LUPE NO ESPERA A NADIE.”

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La frase es él. Va con la seguridad de quien no necesita validación.

Durante años, guardó sus carretas solo para sí.

—Era egoísta —admite—. No quería que nadie las viera.

Pero con el tiempo entendió que no podía esconder un legado que pertenece a la región.

Ahora, abre sus puertas a niños, estudiantes, viajeros.

—Si tuviera un espacio, lo donaría en vida. Con la única condición de que mi familia siga siendo la dueña —dice con la certeza de que lo que importa es la memoria, no el dinero.

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Cruzó la frontera muchas veces, pero nunca dejó de ser de La Cuchilla.

Sabe que cuando él falte, las carretas podrían desaparecer o volverse piezas sin historia. Sus hijos han hecho su vida en Estados Unidos. Su única esperanza es su nieto.

—A veces lo veo con un desarmador, tratando de arreglar una pieza vieja —dice—. Lo trae en la sangre, supongo.

Lo dice con una sonrisa medio burlona, medio esperanzada

—Tengo algo que te va a interesar— dice y desaparece en el interior de su casa. Al volver sostiene un rifle antiguo, con el mismo gesto de los hombres de otro siglo. Es un Winchester que perteneció a Don Roberto Spence, fabricado entre 1885 y 1905. Un arma con más de un siglo de historia.

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Le pido que se aposte en medio del cobertizo del fondo. Es un viejón salvaje, que de verdad es de otra época. Carga el arma con las dos manos. No lo dice. Pero sé que se siente auténtico así.

El arma, obvio, no está cargada.

—A ver, apunte a la cámara con el rifle.

—No, no le pidas al diablo que juegue con fuego.

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Y se echa una carcajada.

Cuando le preguntan por qué sigue buscando carretas, simplemente encoge los hombros.

—Cuando te llama, te llama.

Como si el destino fuera algo que se pudiera escuchar en el crujir de la madera. En el eco de una campana lechera perdida. En el sonido de unas ruedas que se niegan a detenerse.

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