Aquí hay fierros por todas partes. La reja, los marcos de la puerta, las mesas. Hay fierro en el suelo. En las paredes. Colgando del techo. Tornillos, varillas y herramientas. Cruces religiosas. Logos de empresas. Aspas de molinos. Letras. Animales como águilas, perros, gallos, venados. El contorno del estado de Texas forjado y soldado. Figuras de vaqueros, establos y jinetes. Y un caballo a escala real hecha con pedacería.
No es una exageración. Es una pieza de más de 200 kilos, valuada en unos 80 mil pesos, que toma entre 20 y 25 días consecutivos de trabajo. Una artesanía a la vez tradicional, a la vez steampunk; a la vez ruda, a la vez encantadora; a la vez extraña, a la vez esperada en este espacio.
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Por la pura descripción, uno se imaginaría que esto estaría al centro de este taller, pero está apostada en un rincón, porque aquí todo trabajo forjado es igual de importante.

Es el paraíso para quienes aman trabajar el metal. Es el taller de Avelino Cadena. Un herrero legendario en Múzquiz con 40 años de trayectoria que ha provisto de piezas a cuanto rancho de la región ha podido.
En su espacio de trabajo, los recortes de lámina se acumulan junto a moldes y herramientas; cada rincón tiene una huella de su ingenio. “Tú me traes una idea y yo te la puedo mejorar”, repite con sonrisa confiada, mientras muestra las cicatrices que el fuego y las chispas le han dejado en los antebrazos.

Avelino no proviene de una familia de herreros. Su padre fue carnicero y él comenzó desarmando lavadoras, ajustando piezas y soldando cualquier objeto que necesitara un buen remiendo. Nunca tuvo un maestro que le llevara de la mano; fue la curiosidad y la necesidad las que lo empujaron a aprender a base de prueba y error.
Hoy es común ver portones con ciervos de lámina y nombres de ranchos grabados en metal, o fierros para marcar ganado con su firma inconfundible. Múzquiz lo reconoce como un trabajador que no se da por vencido, al que clientes de Coahuila, Chihuahua e incluso de Estados Unidos buscan cuando quieren algo que sea resistente y con identidad propia.

El caballo de 200 kilos que mencionamos antes es, sin duda, su obra más reconocida. Avelino ha forjado tres de estos ejemplares: dos viajaron a Saltillo y Chihuahua, y el que permanece en su taller espera a quien valore los días de trabajo invertidos en cada soldadura. Toma entre 20 y 25 jornadas elaborarlo, comenzando con un boceto general y terminando en una escultura imponente, sólida y detallada.
Las piezas que salen de este sitio se caracterizan por la mezcla de lo rústico y lo funcional, con un toque personal que otros artesanos reconocen de inmediato. Aquí no hay manuales infalibles, sino la constancia de un hombre que, en cada encargo, encuentra una oportunidad de innovar.

No importa el tamaño de la pieza: para Avelino, cada proyecto merece la misma concentración y dedicación. Esa devoción al oficio le ha valido el respeto de la comunidad vaquera. Lo buscan para encargarle nombres de ranchos recortados en metal, fierros de marca y esculturas ecuestres que sorprenden a cualquiera que pase por la región.
Después de cuatro décadas en este oficio, su rutina ha cambiado poco. Recibe pedidos de vecinos, de clientes de otros estados y hasta de gente que ha escuchado historias de sus creaciones al norte del país. Quizá en esa fidelidad a su forma de trabajar radique su mayor fortaleza.

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Hace poco, la muerte de su suegro lo obligó a hacerse tiempo para las labores del rancho familiar, y la edad comienza a recordarle que los golpes de martillo ya no son tan ligeros. “Ya estoy viejo”, admite con una sonrisa que delata experiencia más que cansancio. Sigue tomando proyectos, pero solo bajo pedido, priorizando el ritmo pausado que ahora exige su vida diaria.
“Ya estoy retirado, pero sé que si me voy a a morir, va a ser trabajando”.
Le entristece que ninguno de sus hijos se haya sumado a la forja —ellos escogieron caminos distintos—, aunque no les reprocha nada. Sabe que cada quien labra su propio destino, tal como él hizo con el hierro.
